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Por Carlos Francisco Manrique
El
Pampa. QEPD
Lo conocí allá por 1975. El se construyó
una casa a media cuadra de la mía.
Recuerdo a su
mujer, una rubia espectacular, más linda aún por su barriga de embarazo
avanzado.
Su padre era
gallego. Y toda la familia era cuerva… Se hizo amigo
de todos… Se encargó de cuervizar a los chicos del vecindario. Tomó la
costumbre de regalar camisetas azulgranas a cuanto pibe conocía, y así hizo
cuerva prácticamente a toda la manzana.
Yo, que soy
un tipo “amiguero”, no podía dejar de hacerme compinche de semejante
tipazo. Y nos
hicimos grandes amigos. Compartíamos muchas cosas, además
del afecto propio de la amistad: éramos hinchas de San Lorenzo e íbamos
juntos a la cancha, nos gustaban los fierros e íbamos juntos al autódromo
(él era del óvalo y yo era fanático de los Torinos). Juntos
estuvimos en el
Autódromo cuando el famoso estreno en el autódromo de Buenos Aires
de aquel Ford
que duró un suspiro después de que Oscar Cabalén se matara en San Nicolás
en un ensayo. Ese día, en una semana terrible para esa marca, Atilio Viale del
Carril se dio una piña en el curvón en su desesperación por agarrar
a las Liebres
de Copello, Gradassi y Ternengo, que se le escapaban vuelta a vuelta… Y
recuerdo su cara de ansiedad, gritando “Atilio…! Salí…!”, mientras
el Ford se
consumía en llamas.
Y como si
fuera poco, compartíamos esa extraña locura de las motos.
Me acuerdo
como si fuera hoy cuando un miércoles de noviembre, el 28, para ser
más exacto, apareció en casa con su hijo
mayor, Agustín, sentado en los hombros y con
4 entradas para la platea Bodas de Oro.
“Pampa… Una es para vos, otra
para Gonzalo, otra para Agustín y la otra para mí… No podemos dejar de
despedirnos del Gasómetro y los muchachos no pueden dejar de verlo
por última vez…”
Y así, el 2 de diciembre de 1979, acompañados por mi hijo, que entonces
tenía 9 años, y por su hijo, que era casi un bebe, falté a mi cita
con mis 28
tablones y me despedí de aquel querido estadio sentado en los viejos y queridos
asientos de madera de la platea, en los que me volví a sentar hace unos días
cuando visité el Museo. Y recuerdo a los chicos, mirándonos en su inocencia,
comprendiendo que algo terrible estaba pasando porque sus padres llorábamos…
Para colmo no pudimos despedirnos ganándole a los eternos Hijos Nuestros, en
un partido del que solo recuerdo que salió 0 a 0 y que fue uno de los más
tristes de mi vida. Me acuerdo cómo, al terminar el partido, se encaprichó en
llevarse un recuerdo y terminó arrancando un pedazo de asiento de madera.
“Prefiero llevarme esto a casa antes que lo terminen usando de leña…!” me
dijo como justificándose.
En el 81, el
lunes siguiente al partido en el que Argentinos Juniors selló
nuestro destino, nos
reunimos en la puerta de su casa y nos prometimos ir a todos lados acompañando a
San Lorenzo durante el año siguiente. Cada sábado él pasaba a buscarme y
ahí íbamos, el con su hijo, yo con el mío y mis sobrinos, con el
auto embanderado,
rumbo a ese compromiso ineludible que era llevar a San Lorenzo nuevamente a
la “A”. Y creo que no faltamos nunca a la cita… Fuimos a todos lados… Y
festejamos como locos cuando se concretó el ascenso.
Nos veíamos a
diario, su casa era mi casa y mi casa era su casa. Los fines de semana
siempre teníamos un asado. Viajábamos de vacaciones
juntos. Su placer más
grande era construir. Aunque su profesión estaba relacionada a la incipiente
informática de la época, su descanso era andar metido entre bolsas
de cemento y
ladrillos. Y así construyó varias casas, a las que se iba mudando
antes de finalizar
la obra “para
terminarlas más rápido”, acompañado por su esposa y sus cuatro
hijos en esa secuencia de mudanzas.
Un 14 de
febrero, viernes, nos pusimos de acuerdo para comer en su casa. A última
hora, me invitaron a un programa de televisión en el que se iba a conmemorar un
aniversario de la muerte de mi viejo, lo que me obligó a llamarlo para cancelar
la cena. Me dijo “No te hagas problemas. Nosotros nos alquilamos un video y
cuando termines el programa te venís a casa así charlamos un rato…”. A las 9 de la
noche, más o menos, recibo un llamado en el celular. Era Mónica, su esposa…:
“Pampa… Le pegaron un tiro a Luís”…!”. En un intento de asalto lo balearon en
la puerta de su casa, frente a su esposa y a su hijo menor. Cuando
llegué,
todavía estaban atendiéndolo unos médicos de un servicio de
emergencia. Todavía
guardo en mi pecho esa sensación de impotencia al comprobar la inutilidad de
mis esfuerzos por evitar lo inevitable. Se murió en mis brazos. Con él, murió
una parte de mi alma…
Pero estoy
seguro que, junto con muchos otros, Luís Alvarez Tarrío está
cuidando el Viejo
Gasómetro para acompañarme algún día a subir mis 28 tablones… |